Mazatecos, viaje por la ruta del chaneque

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Mazatecos, viaje por la ruta del chaneque

Por Jorge Castillo Rodríguez

A fines de octubre de 1974, Juan Julián, Marcos y yo transitábamos por los senderos que nos llevaban a la sierra de Oaxaca. Creo que entramos por el estado de Puebla. No recuerdo el nombre de los pueblos por donde abordamos los caminos a la sierra (hace cuarenta años de eso).

La razón de esta expedición fue observar la forma en que se movían los auténticos mazatecos (coreometría), ya que se trataba de una investigación étnica para conformar un montaje escénico basado en el despojo de las tierras para construir la Presa de Oro.

Éste, tomado de los relatos históricos de Fernando Benítez dentro de sus libros Los Indios de México.

Cuatro éramos los de la caravana rumbo a registrar la psicomotricidad de los indígenas serranos. Nos distanciábamos y de dos en dos nos fuimos separando al arribar a la sierra.

En esos momentos empezaron a manifestarse los chaneques. Una chava antropóloga y yo tuvimos que preguntar por dónde quedaba el lugar al que íbamos a parar.

Juan Julián y Marcos habían desaparecido del camino. Un joven oriundo nos indicó una ruta que nos llevó aún más lejos del lugar al que originalmente íbamos: Barranca Chilchotla; desde el punto en que lo divisábamos se veía diminuto y lejano.

Todos los lugares y caminos que transitábamos se volvían más misteriosos y sus habitantes nos veían raro; o me veían a mí; iba muy «chilango»: chamarra de cuero, cámaras colgadas al hombro y una cobija entrelazada con ellas, botitas de tacón con cierre como de «pirrurris» de la zona rosa.

Empecé a sentirme amenazado por la dignidad étnica de los lugareños, mientras sufría el miedo a ser despojado de mis cosas; allá arriba ¿quiénes se darían cuenta del suceso? y para acabarla de amolar, estábamos en Día de Muertos.

Todos arreglaban sus ofrendas, estaba presente la muerte y en mi sistema nervioso central se instalaba la paranoia de no poder volver a bajar de esas intrincadas montañas con sus desfiladeros, caminos angostos, resbaladizos y llenos de espinas.

Y yo, con mis botitas tipo zona rosa, resbalándome a diestra y siniestra a causa del miedo que me ponía las piernas de hilacho, también el hambre ya hacía sus estragos.

Toda mi ropa se podía exprimir como jerga de trapear por el esfuerzo de subir y subir con todo y tropezones, ¿se pueden imaginar el miedo que se siente al estar parado al borde de un precipicio muy profundo sabiendo que traes puestos tus zapatos de tacón resbaladizo? ¡No hay miedo más cabrón!

De repente sentí cómo alguien me desbarrancó… como un fuerte viento, ¡y vas pa’ abajo!

Logré detenerme en un árbol que me recibió con una espina clavada en la palma de mi mano derecha. ¡Ay, güey! ¿Habrá sido un chaneque?

Anocheció y a mi compañera de travesía la reconoció una familia de uno de los tantos ranchos que cruzamos… y por fin comimos algo.

Una sopa de papa hervida fue un regalo de Dios. Hacía frío, mucho; las montañas altas y noviembre; la ropa empapada de sudor; camas de tablas de madera, mi cobija no me calmaba el temblor corporal; dormí sin sentir nada… Desperté con la frescura de la mañana hermosamente serrana, como nuevo y con la ropa seca.

Llegó la hora de emprender camino, como había vuelto a nacer, o tal vez aquel Jorge de ayer había muerto, el de esta alba, ya era otro, totalmente nuevo.

En toda esa subida a la cima de todas las montañas de la sierra Oaxaqueña, fui dejando algo que me contaminaba, una especie de purificación.

En mi pecho había dicha a pesar de que estaba perdido junto con mi acompañante, quien aparentemente estaba familiarizada con el entorno pero también perdida a mi lado.

Arremetimos con la bajada hacia nuestro destino donde encontraríamos a Juan Julián y a Marcos. Durante el trayecto me enfrenté a diversos eventos: como a cada kilómetro una copita de mexcal; cruzar ríos a pie; pararme en un hormiguero y evidentemente poblarme hasta la cintura de furiosas hormigas; o estando sentado en una piedra para descansar me merodeaba un águila.

Con estos eventos el miedo revivía y se reforzó cuando vi a un serrano endemoniado sacando chispas con su machete que golpeaba por el camino.

No sé si él andaba en hongo con mezcal, para mí, se materializó el diablo. Pasó cerca y no me vio. Ni el mezcal de cada kilómetro me hacía efecto por el puritito miedo.

Me volví a preguntar: ¿regresaré?

Para esto, mis zapatos de tacón se habían deshecho y caminaba con las suelas partidas. Ese día caminamos de las seis de la mañana a las cinco de la tarde, hora en que llegamos a nuestro destino y encontramos a Juan Julián y a Marcos.

Y gracias a una sopa de Huasmole recuperé la energía perdida en casi doce horas de caminar sin parar más de diez minutos. En esta travesía observé efectivamente como se movían los mazatecos.

Al caer la noche, dormimos en una escuela primaria después de cenar una pequeña dotación de hongos. Era tanto el cansancio que mi viaje lo hice mientras dormía.

Tuve otro despertar maravilloso. Ya con la certeza de que regresaría a alguna hora a Xalapa. Todo era como una alucinación; claro que era extraordinaria: mi primera relación con la naturaleza tan profunda.

¡Ahora sí que de la ciudad a la sierra volví a nacer varias veces!

Corrimos muy temprano atravesando potreros para llegar a un pequeño barco rústico, tocar tierras veracruzanas y pronto estar en Xalapa con un piquete de mosco ponzoñoso en la frente que parecía cuerno de unicornio.

“Mazatecos” se estrenó en junio de 1975.

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