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Octubre Rosa

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Octubre Rosa.

Por: Camila Palomec R

Cuando me titulé de la licenciatura en Teatro en diciembre de 2017, lo hice planteando un proyecto sobre la enfermedad y el juego teatral y cómo esta primera se podía erradicar con la segunda.

Por supuesto, no hablaba de una enfermedad literal, más bien hacía alusión a cómo el juego podría prevenir a las sociedades de llegar al punto más humano y sin embargo dañino -según quien suscribe-, de nuestra existencia: la violencia.

Había que eliminarla, cortarla de tajo, pensaba saliendo de la escuela; convencida de que el arte y el juego eran la medicina que nuestra sociedad necesita, porque quien juega entiende que todo tiene un principio, un fin, que hay que seguir instrucciones, porque quien juega puede respetar al contrincante, ponerse en su lugar, alcanzar algún grado de sensibilidad y empatía que permitan la transformación del espacio, porque aquellos a los que leí hablaban del juego como la forma más pura del teatro.

Porque quien hace arte, ve, observa, analiza distintas perspectivas cambiando así la suya.

Y también porque la violencia se ha vuelto un tumor para las calles, las mujeres, los niños, las personas trans, los y las indígenas, las minorías y más… muchos más grupos sociales de este país.

Descentralizar el arte, jugar, crear para darle una nueva perspectiva al mundo.

Yo pensaba que había que jugar

En 2017, una tía que acaso habrá tenido la oportunidad de estudiar hasta la secundaria -la verdad, no lo sé- se encontró una mañana con un dolor de riñón.

Quesque tenía una piedra. O eso le dijeron en el rancho; un lugar que está más o menos a 8 horas al norte de la Ciudad de las Flores y que el significado de su nombre en español es Tierra de alacranes.

Se tomó cuanto remedio le dieron para aniquilar el dolor, y aquellos tés sirvieron de paliativo por un tiempo, aunque no tanto.

El brujo del pueblo declaró que le habían hecho mal de ojo y que tenía que hacerle limpias durante una semana de manera urgente porque esa magia negra que traía no se le iba a ir a puro té.

Baños de agua con sal, limpia con huevo, hierbas, rezos, agua bendita y limón siempre en la bolsa para alejar las malas vibras.

Su malestar se redujo quizás porque la mente la tenía más ocupada en pensar quién le habría mandado el embrujo y por qué.

Sin embargo, no pasaron muchas semanas cuando el dolor de veras se volvió insoportable.

Las personas, guardamos secretos que no pueden ser dichos y se revelan a veces cuando morimos o muchas otras, el secreto se va con nosotros.

Mi tía tenía un secreto.

Se lo vio en el espejo un día a las semanas de comenzar su incesante malestar, pero le daba mucha vergüenza contarle a alguien porque ella sí había jugado de niña y sabía que, como lo dije en un principio, todo comienza y acaba, nada es sempiterno.

Para mediados de 2017 yo ya sabía que iba a titularme pronto, me hacía ilusión reunirme en la casa con todos mis compañeros, amigos, familia y profesores.

Amenacé a mis abuelos con hacer una gran reunión y que estuvieran preparados para la locura y el descontrol. Rieron. Estaban contentos.

A mediados de 2017, después de enterarme que me titularía, recibimos una llamada del hermano de mi abuela, es decir, el esposo de mi tía.

Nos comentó que mi tía estaba muy mal y no sabían que tenía. La iban a traer de emergencia porque ya nada de lo que habían intentado funcionó. Y se la trajeron a la Ciudad.

Resultó ser que sí tenía piedras. Tenían que meterla al quirófano, pero no quería. Le daba mucha pena. El doctor intentó convencerla y ella rogaba que nada más la medicaran.

Mi tía no quería que supieran su secreto, porque todos tienen secretos y si le veían un poquito más arriba del riñón, lo cual era muy probable, los doctores develarían lo que ocultaba mi tía en el pecho.

Yo pensaba que había que jugar, que había que hacer arte para rescatar al mundo y que el arte sería una vía para mostrarnos distintas formas de escapar de la realidad, o transformarla.

Pero cuando veo La noche de Miguel Ángel, La alegoría de fortaleza de Maso da San Friano o Betsabé con la carta de David de Rembrandt pienso que estas pinturas y posiblemente el arte en general, no anhelan brindarnos fantasía, sino la más honesta y temible realidad.

Nos revelan el secreto que por muchos siglos, nadie entendió.

Al rancho de mi tía, nunca llegó el arte y nunca llegaron esas pinturas. Al contrario de mis sueños y mi esfuerzo en la tesis, el arte, no se había descentralizado.

O al menos, no estoy muy segura de que mi tía haya conocido a Rembrandt, Miguel Ángel o Maso da San Friano, pero si los hubiera conocido, si hubiera visto que todas esas mujeres que exponían sus senos y ella tenían algo en común, ¿habría dicho algo?

La cirugía

La operaron. Y salió… “bien”. Pasó una semana y aparentemente ya estaba mejor. Regresaron al rancho. Y estuvo feliz. O eso me gusta pensar.

A las tres semanas vinieron a una revisión con el doctor y este le pidió unos análisis de sangre porque le pareció ver algo peculiar en la cirugía y las piedras, pero antes de cualquier paso, precisaba de dichos exámenes.

Mis tíos eran cumplidos, así que los llevaron. Las cejas del doctor se alzaron al leer los resultados.

Y con la vergüenza acumulándose como agua en los ojos, mi tía tuvo que dejar que le vieran el secreto que traía en el pecho, que se hacía como piedritas en su seno y le aplastaba el pezón al igual que el nudo en la garganta.

El 13 de diciembre de 2017, me titulé de la Licenciatura en teatro, creyendo que el arte sería una manera de rescatar al mundo y hacer ver diversas realidades, para así transformar la que nos acosa como un cáncer.

Afirmé que el juego, era también una vía de sanación social. Pero mi tía vivió violentada su último año aunque jugó mucho.

No se salvó. Ella no se salvó.

Y así como yo, miles tenemos el sueño de llevar el arte y el juego a otros lados, pero después de esto me pregunto si de verdad con ello contribuimos con algo a alguien.

Si ella hubiera visto esas pinturas hubiese dicho: “yo tengo algo similar”. No lo sé.

Ese día, cuando regresé a casa con el papel que constataba que ya había terminado la carrera, no hubo una gran reunión.

Ese día mi tía había tenido, sin saberlo, su última quimioterapia.

La casa estaba en silencio porque desde que le dieron el diagnóstico vivía con nosotros.

Ya no pudo regresar a su querida Tierra de alacranes. Ya no tenía pelo. Ni secreto en el pecho porque se lo habían extirpado, pero ya era tarde, porque se le había metido por cada rincón del cuerpo.

Comimos un pedazo de pastel que me regalaron mis abuelos, ella no comió, estaba muy agotada y pese a ello, tuvo la fuerza para decirme: Felicidades, mija.

Mi tía, de quien no diré el nombre porque podría ser la esposa, hermana, sobrina, nieta, mamá, hija, amiga, conocida de cualquiera, falleció un 15 de diciembre de 2017.

Jugó mucho, tenía una sonrisa cálida. Tuvo tres hijos. Abrió la primera y única farmacia en esa Tierra de alacranes y la atendió durante 30 años hasta antes de sus malestares.

Se casó por el civil y por la iglesia. Fue los domingos a misa, tomó tequila de vez en cuando, iba a las ferias, a los gallos, le regaló dulces de la farmacia a los niños, montó a caballo, ordeñó vacas, alimentó gallinas, supo desde niña barajar de forma espectacular y nunca vio La noche de Miguel Ángel, La alegoría de fortaleza de Maso da San Friano o Betsabé con la carta de David de Rembrandt, ni fue al museo o al teatro, jamás vio una obra, no le importaba la definición de arte ni salvar al mundo, lo que conoció de la ciudad apenas fueron los hospitales y el camino de ida y vuelta de estos a casa, pero fue feliz.

O eso me gusta pensar.

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