Por Adis
Pequeñas tragedias cotidianas, y un homenaje al amor fugaz.
—Me parece muy interesante lo que haces —escribió él en un primer mensaje ignorado.
—Qué bendición poder ver esos ojos —dijo luego, respondiendo a mi fotografía recién publicada en esa red que, según mi experiencia, une vidas. Otro intento más.
—Gracias —respondí por educación.
No todos los días aparece un joven diez años menor que una, cuya foto de perfil —un rostro deliberadamente incompleto— parece un presagio de lo que iba a suceder. Aunque el tema de los años lo supe después.
El tiempo.
Tiempo al tiempo, dicen quienes no comprenden la prisa de quien construye cosas inciertas sobre el aire. De quien lucha batallas sabiendo que están perdidas, pero continúa.
Así vivía yo: en una especie de combate perpetuo de egos, mientras las emociones se dormían, una por una.
—Anota mi número. No espero el tuyo, pero si algún día quieres escribir, estaré esperando —dijo, en uno de esos últimos mensajes que hoy releo, tratando de atrapar emociones para guardarlas en mi puñito de café.
Café, pantallas, libros, alcohol… esas herramientas que usamos para evadir verdades que no queremos ver, pero tampoco ignorar.
Textos diarios.
—¿Ya desayunaste? ¿Qué comiste? ¿Qué harás hoy?
Las conversaciones se volvieron rutina. Y yo, con un vacío tan grande como su presencia, me hice a su tamaño para dejarlo entrar.
Error. Hay momentos en los que la piel del alma se vuelve porosa y creemos que toda compañía es un refugio.
—Me están dando ganas de ir a verte —dijo convencido.
—Ven, pero no podré atenderte. Trabajo todo el día y los fines de semana tengo compromisos. Estoy atrapada.
El siguiente fin de semana, él ya estaba en la ciudad. Y yo, tan voluble como siempre, primero dije no, y minutos después, ya tenía todo listo para recibirlo.
Esa noche que llegó, me tomó del brazo y me besó, como en aquella foto que me había enviado días antes, para tantear mi reacción.
Durante tres días, nos perdimos en el olor a humedad, en el agua de la cascada, en el arcoíris, entre piedras resbaladizas… en las tazas de café.
Me perdí en su sonrisa, en sus ojos bellos y pequeños, en su cabello.
Miedo.
—Te dio miedo. Remordimiento. Eso fue lo único que vi en ti. ¡Te ganó la culpa! —me dijo, como si repitiera un mantra para convencerse.
Y quizás tenía razón. Tenía miedo a la libertad que él, sin saberlo, me ofrecía, y que yo sujeté sin pensar, sin entender que estaba a un paso de dejar todo por nada, aunque a veces, esa nada es lo mejor que podemos tener.
Me enamoré. Y lo asfixié con palabras y poemas que nunca bastaron para que se quedara. Con preguntas que ya no quiso responder. Hasta que, un día, fue claro… y se fue.
¿De quién fue el miedo al final?
Tiempo después, con el corazón agradecido, sanado y zurcido, viajé a su ciudad con una bolsa de café. No lo busqué. No quise verlo. Solo dejé el paquete en un lugar donde sabía que sus manos lo encontrarían.
Me dejó dos pequeños amores, llamitas en el corazón, que aunque no mencioné aquí, nunca olvidaré; y la confirmación de que las personas importantes llegan en el momento justo, aunque sean fugaces y su propósito solo se entienda cuando ya no están. Al término de todo, cada quien ofrece lo que el corazón le alcanza, lo que el tiempo le ha enseñado a dar.
Y el café, amargo como el final, fue lo último que quedó entre nosotros.
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