El gran Meaulnes
Por Alejandro Cernuda
Cuando se publicó en Cuba El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, faltaban aún dieciséis años para que su cadáver apareciera en una fosa común alemana. “Se le vio saltar la trinchera al frente de sus hombres.
Nunca más se supo de él”. Con estas palabras Eliseo Diego casi termina la nota del libro publicado en 1975 por la colección cocuyo, uno de los proyectos editoriales donde se publicaron obras de la literatura universal de difícil conocimiento en nuestro país. Transcurrirían también unos cuantos años hasta el momento en que leí esta novela, por casualidad y primera vez y luego, hace poco, bajo la post mórtem insistencia de Lezama.
Como no siempre la historia complace, el hecho de conocer la suerte final del escritor de un libro –tengo que decirlo así- hermoso, funciona como un golpe bajo.
Es bueno saber, pero sin dudas el teniente de veintisiete años, el escritor de un solo libro, al desaparecer de una manera predecible pero anublada en el exacto detalle, como Ambrose Bierce:
“Se le vio saltar la trinchera al frente de sus hombres. Nunca más se supo de él”, se aparta de la esencia de su obra, algo imperdonable dentro del romanticismo.
Tampoco la novela tuvo para mí el mismo significado. Ya no era la aventura de un joven en busca del amor, el pacto fatídico, el narrador amigo y admirado.
La trama ahora salta como una bola de fuego desde el zapato a un pedazo de pan, a las medias colgadas en la ventana del guardabosque.
Se desvía hasta casa de unos campesinos sin otra importancia en la trama que la verosimilitud.
Sin cabos sueltos
El autor trata a toda costa de no dejar cabos sueltos. Hasta en los hechos más insignificantes mantiene una atmósfera parecida a la noción campestre que tenemos de esos años en Francia.
Busca asideros en lo común mientras nos muestra el mundo casi alegórico, casi gris, de unos jóvenes que se lo toman en serio, al igual que el autor, en cuestiones que podrían parecer demasiado melosas.
Nadie que yo sepa, por otra parte, ha superado a Fournier en describir esa trampa común en la juventud que es la admiración por un amigo mayor.
Luego los autores aprendieron a sacar partido se situaciones objetivas, sin arriesgar el vuelo. La literatura perdió algo a cambio de reflejar la realidad.
Aunque tampoco Agustín Meaulnes es el mejor ejemplo, pues a su edad el fiel está muy cerca aún del idilio, es normal; e incluso este romanticismo a destiempo no remonta lo suficiente.
El amor es un juego de niños; sin embargo, el lenguaje es un parte aguas entre dos mundos.
Está trabado entre la historia que quiere volar y un autor que escribe con naturalidad.
He ahí, a mi modo de ver, la principal fuerza del libro.
Que un autor sin abolengo haya escrito un libro memorable es significativo pero nada extraño en la literatura.
Que lo haya logrado con armas en desuso ya lo convierte en un caso único en tiempos marcados por la férrea disciplina del oficio… La revolución dentro del género había comenzado medio siglo antes.
Sobriedad, realismo, la juste mot; pero se podía hacer como el teniente de veintisiete años, al menos en un primer libro si a uno luego se le ve saltar la trinchera al frente de sus hombres y nunca más se sabe de él.
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