Por Adis
Amarillo.
En la silla donde te esperé tanto tiempo —casi inmóvil—, el tiempo trascurría a mis espaldas, lento y brumoso. La ciudad siempre era la misma, con el sonido lejano de un bajo desafinado.
Los insectos intentaban subirse, alcanzarme, atraparme. Me entretenía viendo cómo luchaban por llegar a mí, mientras tú, pequeño y lejano —de ojos verdes y amarillos—, estirabas la mano hacia una dirección que no era el sur.
Pasaban los años. Más insectos llegaban; algunos se dieron por vencidos, otros murieron en el intento. Quienes lograron estar sobre mí, se asfixiaron.
Y tú seguías pensando que me tenías.
—Siempre ha estado ahí —dijiste entre dientes, inseguro, cuando estabas en aquella isla apartada del resto del mundo, rodeado de cabellos rojos y sin atreverte a afirmarlo—.
Te veo y me río. Porque ahora lo sé: con lo que queda, no haces nada. No dices nada. Como yo en este cuento, tan real como absurdo.
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