Por: David Rubio
Entre el polvo y la ceniza
se te mira caminar,
refrescándote al andar
el viento -cual suave brisa-.
En el rostro tu sonrisa
afiligrana el paisaje,
tus compañeras de viaje
son nostalgia y soledad,
llevas la luz y verdad
al campo como bagaje.
A ti, que dejas el alma
por cumplir tu vocación,
que realizas tu misión
bajo los techos de palma.
Mi verso ufano se empalma
para poderte decir:
¡ Qué hermoso es el compartir
el saber, vivo y fecundo!,
pues lo más triste del mundo
es no leer ni escribir.
Dejas tu huella imborrable
en el campo, en la montaña;
no serás ya aquella extraña
de juventud inmutable.
¡Oh, maestra, venerable!
la de voz de terciopelo,
alzo lo brazos al cielo
y le suplico al creador,
que nunca muera la flor
que da fruto en nuestro suelo.
Porque de tu último aliento
germinarán los renuevos,
de un pueblo de hombres nuevos
y libres de entendimiento.
Hagamos un monumento
a la maestra rural,
que al soplo del vendaval
mantuvo fe y esperanza,
que hizo de la enseñanza
su fe, su credo y su ideal
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