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El eco de las voces

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Por Fernando Hernández Flores¹

Ahí, en ese descanso, en el lugar de los descarnados, vienen hacia mi memoria distintos recuerdos. Seis pilares de concreto sostienen las vigas, las alfajías, los pedazos de madera que están clavadas y ajustadas con las láminas que, de forma alineada, permite ver que hay dos caídas, por aquello de que la lluvia aparezca; así como al ir caminando por un piso rústico y polvoso, con olor a tierra seca. Son cuatro esquinas y de cada lado tres pilares sostienen esa casa, si así quisiera llamársele, porque no es de diario que sea visitada. Aún hay tierra libre, en cambio, otros espacios están ocupados.

Después de estar en su hogar y de recibir oraciones y plegarias en la ceremonia religiosa, lo llevan a descansar sobre aquella mesa de concreto que está en la casa abierta por los cuatro vientos que lo recibe ceremoniosamente cuando la gente lo va rodeando uno a uno, mientras se escuchan sollozos, se oyen llantos; precisamente antes de llevarle a donde será su última morada, donde se quedará por mucho tiempo, volviendo a ser polvo, volviendo a ser nada, volviendo a ser como la tierra. En ese lugar, con múltiples hogares de los no vivos, ahí se quedan los ecos de las tristezas, los arrepentimientos, los cargos y liberación de conciencia.

La familia les agradece a los asistentes por acompañarlos en su duelo, en tanto una señora realiza un rosario y la familia, vecinos y amigos se despiden del cuerpo que está ahí en el ataúd. Unos se acercan para ver su rostro, otros le ponen flores. Y después, cae la tierra sobre la caja de madera de cedro que cubre el cuerpo, unas manos le arrojan polvo al ataúd y a partir de ese momento se quedará acompañado solamente por los seres que se adelantaron, unos días, unos meses, muchos años. Es un lugar de la comunidad cercado y rodeado por pequeñas lápidas, con diminutas casas que tienen santos y cruces; algunas tumbas están rodeadas por flores marchitas y arbustos que las hacen perdidizas porque no se ven los nombres de quienes ahí, llevaron algún día; hay varias tumbas que se están perdiendo por el abandono, por él olvido y el descuido de los que un día fueron sus descendientes. Tal vez, sigan en el pueblo, estén en el país o en el extranjero, o de plano ni se preocupan por visitar a los suyos.

Sin embargo, el eco de las voces queda atrapado en ese lugar. Las aves cantan de vez en cuando. Las flores silvestres crecen ahí. Los tordos hacen ruido y sacuden sus alas. Hay soledad, ausencia y se aproxima el silencio. ¿A dónde van los muertos? ¿A dónde van nuestros muertos? ¿Es verdad, que van al cielo? Que, si murieron ahogados en semana santa, en un accidente automovilístico, en un desastre natural consumidos por el fuego o por el deslizamiento de la tierra, por una enfermedad incurable, por la violencia, por las guerras internas o por una epidemia que se lleva a muchísimas personas. Lo que se sabe, es que sus cuerpos están ahí, descansando o descomponiéndose en el subsuelo, siendo devorados día tras día por los gusanos, haciéndolo regresar a su origen, el polvo. ¿A dónde van? Y si de pronto, salen adquiriendo la forma de un espíritu y dialogan con sus vecinos, con sus ancestros, con nuestros ancestros, con los que están ahí, y se tardas horas y horas charlando de lo que hicieron en vida y lo que hacen después de ella. La cuestión es que no pueden regresar a su forma corpórea, solamente que se posicionen de otro cuerpo que tenga debilidad y que les permita entrar.

El eco de sus voces llega en ondas y se va dispersando con el soplo del viento. El dueño del junto, del cerca, aquel por quien se vive y por quien se muere; el dador de la vida, el que los recibe al morir, ese ser que los espera, los encuentra, los guía, los orienta o hasta en ciertas ocasiones, los pone a prueba, aun estando muertos.

No hay una cuenta exacta de los muertos que están ahí, en el panteón, en el cementerio. Pero la gente del pueblo y de los pueblos cercanos saben y están creídos que ahí quedaron los restos de su familiar que falleció por alguna razón. Sean niños, jóvenes, adultos, personas mayores, la muerte no hace distinciones, con nadie se vende y se los lleva consigo porque concluyó su pasar por aquí en la tierra, aunque la quieras hacer tu comadre, no te confies jamás porque es su misión es llevar a los unos y a los otros al inframundo. Para morir solo se necesita estar vivo, durmiendo han muerto algunos y otros, bebiendo agua, deglutiendo alimento, se ahogan.

El poeta, filósofo, arquitecto y voz de Texcoco, hambriento de sabiduría, Nezahualcóyotl, nos pregunta: “¿A dónde iremos, a donde la muerte no existe?” ¿Acaso regresarán nuestros muertos? Tal vez te quieran transmitir mensajes adquiriendo la forma del colibrí, la calandria, el cotorro, la paloma, el pájaro de las cuatrocientas voces o el quetzal de las plumas preciosas. Regresará en la forma de una mosca, zancudo, mariposa o grillo. No lo sé, pero sería bueno que se manifestara mediante algunas señales, lo que el muerto hacía cuando estaba vivo, mover su taza de café, tirar los platos, sentir que la piel se te enchina; que tal si su último deseo, era platicar contigo y encomendarte una tarea pendiente.

Recuerdas a la niña más sabia de Oaxaca, María Sabina, la chamana de los teonanacatl, hongos sagrados, de los niños que le hablaban e intercedían para que sanaran las personas. María Sabina nos hace explorar los sueños y nos invita a soñar permanente, es una auténtica vendedora de sueños, como Juan Matus, como el abuelo maya, Don Panchito. Si durante los sueños vez a uno o a varios de los que se nos han adelantado. No te espantes, no es mala señal, ni es mal augurio. Si en estado de trance logras escuchar ruidos extraños que te hacen recordar a un ser querido, siéntete afortunado porque es una oportunidad de aprendizaje para la vida. Los muertos no se han ido, solo han dado un paso más, a una vida más amplia, de la cual aún no tenemos conocimiento, los que habitamos aquí en la tierra.

De pronto, el silencio nos envuelve. Las palabras se pierden y las lenguas no mueren. Las personas se duermen, sueñan que vuelan, que nadan, que recorren distintos lugares y cada vez que despiertan, pareciera que han vuelto a la vida. Y aquel lugar que un día visitaremos sin necesidad de caminar, quedará otra vez solo, sin gente, sin habitantes, sin visita alguna. Desde las lápidas se escuchará el eco de las voces, las voces que no callan, las voces que quieren decir tanto, las voces del inframundo, las voces del ayer, las voces del ahora, las voces que se escucharán en el mañana.

No dejes que en ti se extinga el eco de las voces. Abre tu corazón, abre la mente y abre el pensamiento. Deja que por tus venas corra esa gran sensación, ese sentimiento. No te dejes morir sin antes haber vivido, solo un poco aquí, en esta tierra, a la que fuimos enviados, en una ocasión incierta.

El eco de las voces

Fernando Hernández Flores (Misantla, Veracruz, 1977), ensayista y periodista cultural. Egresado de dos diplomados virtuales de creación literaria en el INBAL (2022-2023). Autor del libro “Nacita, leyendas de aparecidos” (2024), “Cuando el Dios Trueno se levante” traducido al totonaco, tepehua y alemán (2021), “Andanzas interculturales de Tepetototl” (2020), Compilador de la Antología “Pueblos Originarios, Afromexicanos y Poetas Veracruzanos” (2022).

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