La tarde estaba perfectamente acomodada dentro de mi agenda. Un espacio que había costado encontrar, y que, por fin, nos permitiría aterrizar los planes que llevaban días flotando en las conversaciones entre Luis, Juan y yo.
Iba en camino cuando sonó el teléfono.
—Amiga… —era Juan—. Al gato… lo envenenaron. Voy para la casa, no podremos vernos hoy. Ya le avisé a Luis.
Mi carácter exagerado hizo que sintiera que el mundo daba un enorme tropiezo.
Seguí caminando, pero mis pies se quedaron sin destino. Finalmente llegué al gustoso lugar de siempre.
¿Me traes una cerveza, por favor?, le dije a nuestro querido y conocido mesero.
Saqué el teléfono y marqué a la China.
—¿Estás trabajando?
—No, me escapé. Estoy en un bar de cumbias, aquí trabaja Leticia. Ven.
—¡Ay, no! Sabes que no me gusta la música de ahí.
—Ay, tú ven. Aquí estoy con la Gordita y su novio. Hace mucho que no la ves.
—Bueno… voy.
Llegué al bar y vi a la China al fondo, con sus rizos esponjados y su sonrisa, que quienes la conocemos, sabe que invita a la fiesta.
Sonaban las cumbias.
Pedí una cerveza, luego otra.
La botella de ron blanco llegó como un ritual que no era mío.
—Eso me va a caer terrible. ¿Se puede tomar solo? No bebo alcohol con refresco —le dije.
—¡Por supuesto! ¡Lety, tráenos un caballito para la señora, por favor!
Entonces, mientras me llenaban el pequeño caballito, lo vi bailando.
Daniel, un rostro que conocía solo en fotos, y que durante un año había aparecido y desaparecido, rebotando en mi bandeja de entrada sin lograr tocarme.
Nos vimos. Se acercó un par de segundos, buscó mi mirada y me saludó con su enorme sonrisa; después siguió en lo suyo: el celular.
—¿Es él? —me pregunté mientras caminaba apurada entre la gente, queriendo llegar lo antes posible a la fila del baño.
Esa noche me fui del bar con la duda instalada.
A la mañana siguiente, mi dedo escribió antes que mi cabeza:
—Hola, ¿te vi ayer en ese lugar?
—Sí, era yo. Un gusto saludarte.
—Las casualidades… Igualmente, fue un gusto verte. Creí que no vivías aquí.
—Justo estoy regresando, me moví una temporada. Espero que volvamos a coincidir. Cuando tenga tocada con mi banda te aviso, y ojalá puedas venir.
—Avísame con tiempo cuando toques.
A los pocos días nos citamos, nos vimos con la calma de quien ya conoce la historia aunque aún no haya sido escrita.
Desde entonces no dejamos de hablar, ni de buscarnos, ni de mirarnos como si siempre hubiéramos estado ahí.
Conocernos fue reconocernos, como si nuestras vidas hubieran caminado juntas desde el principio.
El gato de Juan se fue y nos dejó juntos. Como si esa, desde siempre, hubiera sido su misión.
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